domingo, 23 de septiembre de 2012

Como cada día


Como cada día Andrés García se levantó a las seis y media. Se aseó, se vistió, desayunó y cómo
cada día salió de casa a las siete. La puntualidad era su punto fuerte, no se retrasaba ni un
minuto. Como cada día a las siete y cuarto compró el periódico. Lo miró pasivamente, leyendo
solamente los titulares.

A las siete y media llegó al parque, y como cada día se sentó en el banco situado junto a la
charca. Como cada día, metió la mano en el bolsillo de su viejo jersey, y sacó unas migas
de pan. Empezó a alimentar a las palomas que se iban acercando. Como cada día, metió, a
las ocho se levantó, se quitó el jersey y se volvió a sentar. Cómo cada día, entre su vieja y
desgastada piel, se podía distinguir una leve sonrisa de despreocupación. Le gustaba ver la
gente pasar.

Como cada día a las diez en punto ya estaba de vuelta. Cogió la escoba y se puso a limpiar la
casa. Mientras limpiaba, iba cantando esa vieja canción que tanto le gustaba. Siempre con su
peculiar sonrisa.

Como cada día a las diez y media se sentó en su vieja silla de madera, pero ese día no se sentó
a dibujar. Cogió un folio y una pluma y empezó a escribir. A medida que iba escribiendo, se
le iba borrando la sonrisa de la cara. A las once y media terminó de escribir. Cogió los folios y
los introdujo con el singular cuidado con el que le caracterizaba en un sobre. Andrés se quedó
quieto. Una lágrima rodo por sus mejillas. Rápidamente sacó su pañuelo del bolsillo y se secó
la cara.

-Tranquilo, Andrés- Se dijo a sí mismo. Hizo un esfuerzo por recuperar la sonrisa.

Miró su reloj. Eran las once y treinta y cinco minutos. Iba cinco minutos tarde. Estuvo
leyendo cómo cada día hasta las doce y media. Se levantó guardo el libro y se dirigió hacia
su habitación. Se quitó el jersey y cogió una corbata. Se colocó la corbata frente al espejo,
mientras cantaba esa canción. Cuando hubo terminado miró sus ojos reflejados en el cristal. La
sonrisa volvió a desaparecer. Empezó a marearse. Se sentó encima de la cama.

-Andrés, no te vengas abajo. Eres fuerte, vamos. Levántate.- Se rascó la cabeza.- Venga,
llegamos tarde.

Salió de casa e intentó recobrar la sonrisa, cada vez le costaba más.

A la una menos cuarto llegó a su destino. Llamo al timbre. Un joven le abrió la puerta.

-Hola papá

-Hola hijo, ¿cómo estás?

-Bien, bien. Pasa, estoy terminando de hacer el arroz.

-No te preocupes, ve.- Mientras su hijo terminaba de preparar la comida entró en el salón.
Empezó a pasear. Mirando las fotos que había sobre la chimenea, esas viejas fotos que tantas
veces había visto ya.

Poco rato después estaban sentados en la mesa comiendo. Había un silencio incómodo.

-¿Qué tal en el trabajo?

- Bien, bien.

Silencio de nuevo.

-¿y tú?, ¿sigues pintando?- Esta vez fue su hijo quien preguntó

- Sí, cada día pinto un poco.

Cuando terminaron de comer se sentaron en el salón. El silencio era el mismo que el de la
comida.

-Papá

-Dime.

-¿por qué estás aquí?

- Explícate, no se a que te refieres.

-¿Por qué has venido?

-¿Qué?, ¿qué quieres decir? He venido a verte.

-¿A verme? ¿Estás cuatro años sin llamarme y de repente vienes a mi casa solo a verme?

- Mira hijo, quería estar contigo.

-¿Sabes? No me lo creo.

-Bueno, no se...

-¿Quieres algo más?

-No...

-Pues vete.

-Bueno, entonces me voy. Adiós.

-Adiós.

Cerró suavemente la puerta, acariciando el pomo. Salió a la calle. No miro el reloj, no le importaba qué hora era. Empezó a caminar lentamente.

Cuando llegó a su casa se quitó la corbata y se sentó en el sillón. De la mesa cogió ese sobre
que le había llegado el mes pasado del hospital. Cogió la carta que había escrito por la mañana
y se puso a leerla, una y otra vez. Como cada día a las diez y media se durmió.

-Señor García, siento la muerte de su padre

-Gracias.

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